El Cuervo número 4 julio-diciembre 1990
La palabra latina miseria no ha sufrido alteración alguna desde su origen, tal vez, porque no ha sido necesario. Las palabras, en cuanto signos. surgen como representación de la realidad, y cambian cuando ésta lo hace o se inaugura una manera distinta de mirarla. Si la palabra miseria no ha cambiado en todos estos cortos e intensos siglos de la barbarie occidental, podemos aventurar que se deba a la ausencia de ambas condiciones.
Uno de los muchos sinónimos que indican su abundancia, es, desventura. Negación de ventura, "venturus" que ateniéndonos a su significado latino significa, que ha de venir, es decir, con futuro, y por tanto con dicha y felicidad. De manera que desventurado significa sin futuro. Y no creo que para los occidentales haya nada peor que la ausencia de futuro. Tan es así que la teología cristiana llama desventurados a los condenados por su dios. El diccionario es quizás menos aterrador aunque no menos doloroso al definirla como: "pobreza grande, situación económica en que se encuentran unos individuos en la que no pueden satisfacer sus necesidades más elementales, como son comida, vestido, vivienda, educación [y se permite un abismo incontenible al añadir] etc."
Pero parece ser que por fin hemos llegado al final de un gran período histórico que se distinguiría precisamente por haber desterrado de su vocabulario oficial, es decir politiculto, a la miseria. Algunos historideólogos han fijado la fecha en la caída del Muro, otros en la Perestroika, y quedan los refinados en espera de la disolución de la URSS como cifra cabalística. Francis Fukuyama, politiculto e historideólogo del Departamento de Estado de USA, ha anunciado sin ambages el fin de la historia. Es decir, que nos encontramos de nuevo ante un gran funeral. Pero es curioso, y no debíamos olvidarlo, que la corriente histórica, aún la escrita, ha demostrado inequívocamente la simultaneidad de la muerte y de la vida en todos estos trances. Al fin y al cabo dirían otros es el inevitable ciclo de la naturaleza que, embriagados de postulados sociales y sicológicos, habíamos negado.
Así pues, al mismo tiempo que se anuncia la muerte oficial del socialismo, ya se ha celebrado el bautizo del Nuevo Orden Global de la Economía de Mercado, que escrito y pronunciado en impecable latín Romano llegaría a hacer llorar de nostalgia a más de uno.
El bautizo, pues el Nuevo Orden es, como todo lo bueno, cristiano, ha sido un acto indudable de la Providencia. De golpe y sin etapas, sin planes quinquenales ni momentos dialécticos la miseria ha desaparecido.
Hasta hace pocos meses asistíamos entusiasmados y temblorosos a las luchas de los obreros en Polonia, a la renovada primavera de Checoslovaquia, a la coquetería pequeñoburguesa de los Magiares, como diría Lukács, y al silencio ensordecedor de los alemanes. Y todo esto, acompañado de una preocupación seria por mantener la solidaridad con los pueblos desposeídos y desvalijados en lugares tan cercanos como el mismo planeta, porque los revolucionarios no abandonaron el lenguaje de los miserables, ni la realidad de sus propias vidas.
Se trataba, pensamos, de llevar a cabo lo que las clases dirigentes habían escamoteado a la revolución: la igualdad y la solidaridad, requisitos necesarios de la libertad, y la abolición del Poder del Estado histórico. Las conquistas para eliminar la miseria no serían abandonadas, sino profundizadas y trasplantadas al Oeste. Comenzaba una osmosis selectiva e inteligente que reestructuraría la Totalidad de los Pueblos. Era, como apunta claramente Benedetti, no el fin de la historia sino el comienzo de otro tomo, aunque algunos con amargura preferirían decir timo, como ajuste preciso de los hechos. Una nueva sonrisa recorría a Europa.
Lo cierto es, y recordamos de nuevo al Uruguayo, que de ser así el primer capítulo no podría ser más deprimente. Lo que parecía ser una fuerza centrífuga emocionante y contagiosa aparenta haberse transformado fervorosamente, tras la resaca de las celebraciones y el ruido de las promesas, en una confusión digna de apellidos involutivos.
Algunas preguntas son inevitables. No como mecanismo retórico para dar las respuestas que las originan, sino como impulso honesto hacia una investigación abierta a los hechos y su racionalidad.
Los hechos no parecen ser nuevos:
Internamente, el fortalecimiento del Estado mediante la burocratización de la dinámica social, es decir de las relaciones humanas, que sustituye el desarrollo integral por el crecimiento desigual. Acompañado conflictivamente de un lenguaje axiológico oficial contrario a los hechos.
Externamente, el reclamo engañoso de la transformación superficial del capitalismo a una sociedad de consumidores desideologizada, homogénea y satisfecha, que en giro extraordinario de semántica se deshace del apelativo de "industrial" y hasta del exquisito "postindustrial" y "postmoderna" para eliminar toda referencia al trabajo de las personas, y autedonominarse como la sociedad de "Economía de Mercado".
Ambos elementos, de ninguna manera únicos, parecen apuntar, en términos filosóficos, al conflicto perenne entre la Imagen y la Realidad, que a nuestro mejor entender no siempre se resuelve a favor de la Realidad, dada la falta de racionalidad del animal humano.
Creo que hay dos frases de M. Gorbachev en Perestroika que señalan en este sentido. En una dice " Tengo bien presente desde hace tiempo una declaración muy notable formulada por Lenin: el socialismo es la creatividad viva de las masas. El socialismo no es un concepto a priori según el cual la sociedad se divide en dos grupos, los que dan las instrucciones y los que las siguen. Estoy muy en contra de una idea tan simplificada y mecánica del socialismo." Y más adelante afirma: " Es posible que en algunos aspectos hayamos perdido la orientación, adoptando normas ajenas a las nuestra propias; por ejemplo, hemos comenzado a adquirir una filistea mentalidad consumista."
En cierta manera podemos decir que el libro de Gorbachev es un análisis preciso del conflicto entre la Imagen del socialismo y la Realidad de la sociedad soviética, entre el hombre que corresponde a ella y el existente en la cotidianeidad: "También somos conscientes de que existen personas deshonestas que tratan de explotar estas ventajas del socialismo; conocen perfectamente sus derechos, pero no quieren oír hablar de sus deberes." Al describir la conducta de los administrados frente a la continua acumulación de poder y responsabilidades de los administradores, que es causa de su importancia e irresponsabilidad, Gorbachev abarca la totalidad del problema.
La burocracia, como muy bien dice Franz Neumann "hace que las relaciones humanas pierdan su carácter directo y se conviertan en relaciones indirectas, donde funcionarios públicos o privados con mayor o menor poder tienen autoridad para regular la conducta humana." El individuo sujeto a esta relación burocrática atribuye la responsabilidad a la autoridad competente de la que se desliga y a la que se adapta. La necesidad de amoldarse al mundo ordenado por otros lo menos que produce es indiferencia, que fomenta la enajenación entre la base y la dirigencia, y aumenta el desfase en todo sentido: económico, cultural y político, entre ambos. Un hecho tan abrumador e impersonal, genera, junto a la indiferencia de unos y la resignación de otros, un gran resentimiento, características que cuando están presentes en la mayoría de un colectivo humano, han conducido al abismo de la aniquilación junto al holocausto de sus víctimas propiciatorias, porque el individuo adaptado no puede ser guardián de los valores y postulados democráticos.
Si a esto añadimos la presencia total y omnímoda de un discurso revolucionario con una axiología fundamentada en la participación, afincada en el postulado ontológico de que "las personas, los seres humanos con toda su diversidad creativa, son quienes construyen la historia",( Gorbachev) entonces, el conflicto es evidente y su solución, o estallido, inevitable.
La burocratización de la sociedad es incompatible con el postulado de Lenin de que "el socialismo es la creatividad viva de las masas", ya que la creatividad es cualquier cosa menos adaptación, sumisión, domesticación e indiferencia.
El discurso oficial, contrario al de las Democracias de Mercado ( así debería llamarse a la nueva modalidad del Estado capitalista), tenía como referente universal al pueblo y sus necesidades que encarnado en la categoría moral de trabajador despojado de la enajenación por haber sido abolidas las relaciones de apropiación desigual, equivalía en el mejor sentido al de individuo creativo integrado en sí mismo y a la Totalidad natural y social.
De manera que el discurso oficial mantenía las tensiones entre los hechos cotidianos y el horizonte ético al cual debía aspirar el individuo, es decir, insistía en la necesidad de una revolución perenne al exigir el mejoramiento de la producción y sus relaciones, sobre las que se construían una mayor igualdad, justicia y libertad. Pero, al convertirse en el lenguaje del Estado, no logró desterrar de sus entrañas la actitud histórica del Poder. La Revolución consiguió la toma del Poder, que se apoderó a su vez, imprevistamente, de ella. Se logra destronar al zar, pero no al Principe de Machiavelli. Así se explica la instauración de la desconfianza mediante la reglamentación burocrática de todas las actividades humanas, en abierto conflicto con la creatividad de los individuos que hicieron posible la misma revolución.
Esta circunstancia no es nueva en el despliegue temporal del Poder, como tampoco el intento de replegarlo y disolverlo en la totalidad social devolviendo la autonomía a los individuos. Los animales humanos sabemos desde hace mucho que, en palabras de Marx, "el individuo es la esencia de la sociedad y la expresión de su vida es la expresión y materialización de la vida social", y por tanto el antagonismo entre ambos, no puede ser duradero. La solución de este conflicto ha consistido, otras veces, en una metamorfosis del Poder, tornándose modesto y esquivo en las pompas oficiales, para evitar ser provocador, pero no menos ubicuo, omnipresente y avasallador.
La Perestroika, no obstante, parece ser al menos teóricamente un intento genuino de devolver el protagonismo de la vida a la vida, de disolver el Poder como se disuelven los cuerpos en los cuerpos, para formar una nueva integración. Ahora bien, el torbellino, los vaivenes, los derrames, el desequilibrio, y hasta la distribución desigual son parte de todo proceso de disolución, que visto mecánicamente, es decir, por partes, no es otra cosa que caótico e incomprensible, pero observado desde la totalidad consiste en la integración de elementos para conformar una realidad distinta mas compleja y homogénea que la anterior. Desde este punto de vista se puede calibrar el ritmo, el tiempo y el impulso, evitando tanto las precipitaciones como el estancamiento y sobre todo el pesimismo y la nostalgia del dominio de unos sobre otros.
La crisis, originada por la burocraticación de la vida, no es nueva, pero la solución sí parece serla. Sólo que debemos recordar que ésta se lleva a cabo en condiciones no ideales, digamos de ausencia de interferencias externas ya que las internas son propias del mismo proceso, sino bajo la incidencia de la nueva ideología de las Democracias del Mercado, es decir de la mercadotecnia de la democracia.
El capitalismo se fundamenta en el mundo de la mercancía y la lógica inexorable del dinero. Por eso las teorías revolucionarias, es decir la exigencia de cambios radicales por los desvalijados en el proceso de producción y apropiación del valor económico social, se centraba en la dignidad del obrero y en la organización racional del trabajo productivo. Se trataba de establecer unas nuevas relaciones de producción y propiedad ajenas a la explotación que sólo podían ser desarrolladas por la clase obrera, pues era la única que sabía su verdadero y real significado. El proyecto histórico de la liberación de las clases era tarea de los trabajadores y el magnánimo sentido de su existencia. Las imágenes de la libertad iban acompañadas del cansancio orgulloso del trabajo realizado con martillos, hoces, picos, yunques y poleas dentadas, sobre un fondo natural de árboles frondosos y campos generosamente verdes y productivos. La historia estaba en buenas manos.
Ahora bien, el capitalismo sigue fundamentado en el mundo de la mercancía y en la lógica inexorable del dinero, pero todo esto parece haber pasado a la penumbra de la memoria. Como dice Lefebvre: " Una gigantesca sustitución ha tenido lugar. Al trabajo y al trabajador como sujeto (individual y colectivo) se los ha sustituido por el consumidor, que ya no es más un sujeto sino un lugar, el lugar de consumo."
El consumidor es una imagen polimorfa que, a base de dirigirse a las manifestaciones posibles y sobre todo a las meramente no imposibles de la persona, se torna perfectamente impersonal. Todos somos ciudadanos, esposos, deportistas, jóvenes, adultos, empleados y patronos que consumimos sonrientes, satisfechos y felices lo que se produce. El Mercado es tan maravillosamente abundante que los que no consumen deben ser culpables de su desdicha, pues hay mercancías para todas las ocasiones, oficios, representaciones y deseos. Cualquiera puede, si realmente quiere, tener cualquier cosa, y ¿ quién no es cualquiera?.
Esta nueva esperanza, digna de las mejores fábulas, ha entrado subrepticiamente a través del lenguaje de la publicidad, de las imágenes y la propaganda. Parece que se ha subestimado el poder de los signos, sobre todo de un Mercado que tiene a su disposición los medios más poderosos de creación simbólica conocidos hasta ahora. La repetición constante y omnímoda de las imágenes de una sociedad abundante, permisiva, desclasificada y feliz, donde los consumidores son infelices sólo por causas personales, ha desplazado el consumo real al consumo de los signos y viceversa, la libertad por el movimiento, el progreso por el cambio, la verdad por la opinión y el pensamiento por la adaptación. Como en ella hay lugar para toda clase de signo-mercancía y de intercambio con el cual identificarse, negarse a ser parte del consumo sólo puede ser considerado un tipo de anomalía física o mental que define al individuo como inadaptado y en última instancia enfermo.
La miseria, por tanto, no puede proceder de ninguna de las actividades del Mercado Democrático, sino de las taras físicas o mentales de algunos individuos incapaces de adaptación a un mundo tan real como Disney y tan fantástico como Donald Trump. No en balde afirma Lefebvre: " A su manera, considerada como conjunto, la publicidad es una ideología, una superestructura de esta sociedad."
Según esta nueva ideología, la miseria, esa imposibilidad de satisfacer las necesidades más elementales, es falsa. Se trata de la torpeza de algunos individuos y conjuntos subhumanos mal llamados naciones, para insertarse en el nuevo mundo de la abundancia al que se adviene con sólo adaptar la fórmula mágica de la Economía de Mercado y su Democracia.
El poder de esta ideología como ideología del Poder es tal, que ha logrado fascinar a algunos de los oficiales protagónicos del cambio socialista al extremo de proponer el regreso a las relaciones de explotación como el camino más corto al mercado de la abundancia. Se parecen a esos visitantes incapaces de ver la miseria de los arrabales detrás de los anuncios de la "chispa de la vida" y los delicados encajes de las deseables modelos de ropa interior. También ellos quieren colgar anuncios y comerciar la felicidad y de alguna manera han comprendido que seguir hablando de la miseria y de los miserables no es funcional en la nueva ideología. De hecho su terminología no impone sacrificios a la clase trabajadora, que ya no existe, sino la necesidad de una reconversión del aparato productivo para mejorar el consumo, es decir, la vida de todos los consumidores, quienes deciden mediante el voto quien los reconvertirá. De manera que los consumidores reconvierten los aparatos del Estado para asegurar la abundancia y la felicidad.
Este es quizás, a toda luz, el elemento más oscuro del momento libertario, postular que la reestructuración del Estado como elemento catalizador de la Economía de Mercado es una condición necesaria para la libertad y la abundancia. La historia del Estado es garantía de lo contrario. Por eso hemos leído una y otra vez que, según autorizados historideólogos de la Europa Comunitaria y los USA, los Estados occidentales deben asegurar la permanencia del Soviético, como garantía de la estabilidad del Mercado.
La posibilidad de una reconversión que prescindiera del aparato estatal burocrático no puede ser contemplada y mucho menos consentida, al extremo que algunos ya han planificado como estratégicamente necesaria una intervención armada para restaurar el poder del Estado en la URSS, si este fuese disuelto.
De nuevo estamos en una coyuntura social, y de nuevo el Poder acecha cual perverso Fénix todo intento radical de liberación. Si la alucinación del consumo y el destierro de la miseria a enfermedad individual y aberraciones insuperables de ciertas regiones del planeta, no fuesen suficientes para integrar a las gentes en la Democracia Feliz, e intentasen reconstruir sobre las bases de sus conquistas sociales una comunidad humana libre de enajenación, no dudarán en intervenir para impedirlo en nombre de la libertad establecida.
Pero la miseria sigue dolorosamente presente en medio de la abundancia de las economías de mercado como una mancha asquerosa en la aséptica ideología de la publicidad. La obscenidad de la opulencia no consigue ocultar el sufrimiento de los niños abandonados, los ancianos desposeídos, la marginación de los desempleados, las mujeres devaluadas, los esclavos del crédito y los domesticados por la imagen social. De manera que preocuparse por denunciar esta realidad no es algo anticuado ni revolucionariamente trasnochado sino profundamente necesario para que podamos seguir llamándonos humanos. Podrán abolirse las palabras, que al fin y al cabo son una triste aproximación a las cosas, pero no la realidad. Sugiero un paseo por nuestras ciudades y campos, ocultos tras los tablones de publicidad, el brillo de los automóviles y nuestra adocenada mirada televisiva, para encontrarnos con lo que probablemente tenemos a la mano, la miseria del relumbrón y el relumbrón de la miseria.
Es demasiado fácil terminar esta corta reflexión con el dolor en las manos. Los cambios originados en el sistema socialista son un factor nuevo en el seno de los otros sistemas sociales, pues se trata de una realidad unitaria en la que nada puede permanecer idéntico. Las economías de mercado actuales no podrán sostener la desigualdad y la marginación como subproductos de su crecimiento. El desarrollo es una actividad integral e inclusiva no sólo de los animales humanos sino de toda la naturaleza. La eliminación de la miseria requiere el planteamiento de la totalidad de las condiciones actuales de la vida en nuestro planeta. La aniquilación atómica, la criminalidad ecológica, el desequilibrio económico, la abundancia de la pobreza y la ignorancia, la explotación, las enfermedades y la ausencia de libertad son una sola unidad. Las soluciones parciales han prolongado la dolorosa actualidad de nuestra existencia, de manera que sólo podremos resolverlos en la medida que admitamos que la solución de un problema implica necesariamente la totalidad que los conforma.
Ahora bien, para no sentirnos superados por la teoría que posiblemente aceptamos pero no sabemos llevar a cabo, quizás debamos comenzar, como dice Krishnamurti, por darnos cuenta de que "cada uno de nosotros somos responsables de todas las guerras, por la agresividad de nuestras vidas, por nuestro nacionalismo, nuestro egoísmo, nuestros dioses, nuestros prejuicios, nuestros ideales, todo lo cual nos divide. Y sólo actuaremos cuando nos demos cuenta, no intelectualmente, sino realmente -tan realmente como nos daríamos cuenta de que tenemos hambre o sentimos un dolor- de que usted y yo somos responsables del caos y de toda la desdicha que existe en el mundo porque hemos contribuido a ello con nuestras vidas diarias, y somos parte de esta monstruosa sociedad con sus guerras, divisiones, su fealdad, brutalidad y codicia. Sólo dándonos cuenta de esto actuaremos."
José Manuel de Maldonado
El Cuervo número 4 julio-diciembre 1990
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