El sol rugía fuera como sabe hacerlo en el trópico. El verano puede ser inolvidable. Me había levantado temprano, antes que la luz se atreviera entre la bruma, con la extravagancia de atender el sembradío de lechosas que apenas asomaba inquieto al otro lado de los limoneros. Los pájaros llegaron primero con su prisa predispuesta. Tal vez era domingo. Demasiado silencio en la carretera cercana. Me sentí extraño con las herramientas labradoras en el brazo, otro tiempo peregrino bajo el verde oscuro de los aguacates. La mirada de dragón de las iguanas exaltó el desconcierto de una tierra inexplorada. Aunque no era la primera vez, tampoco, pero siempre incomparable. Podría llamarse un espejismo tropical. Otra buena manera de espantar la irrealidad mimética de los lagartos. Será un día largo con la sorpresa habitual de la lluvia a todo sol y la noche retrasada en las montañas oscuras. Pero había decidido desyerbar un poco, lejos del diccionario y la metáfora, y regresar con paso distinto a la sombra. Seguramente las garzas y el cauce afable tendrán algo que decir. Por eso estoy trabajando bajo los árboles, sumergido en la ausencia de las palabras, atento a la cadencia de los vuelos, a la deriva del fruto olvidado en el surco, al brote que rasga la piel del porvenir. No sería imposible olvidar el regreso y derrocharme en el descomunal anonimato de la vida toda. Pero pronto regresa septiembre afable y cumpleañero. Una ilusión permanente para celebrar contigo, mientras trazo los surcos que no me esperarán.
21 de julio 2009
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